Matías Gibaut

Amsterdam está en San Telmo*


Cerrado, dice el espacio más pequeño del mundo. Cerrado dice; y está. Detrás de una persiana como aquella de los almacenes antiguos, la muestra de Matías Gibaut. Los transeúntes podrían tocar, pero no. Podrían entrar, pero no. El fotógrafo-pornógrafo, el que escribe y escribe, da a ver. Miran al frente, en fila, seducen. Tres tomas que incitan como si uno estuviera en esa zona roja del deseo apelando al querer ver más, que es querer tocar. Si grafía es escritura y foto es luz, el fotógrafo será quien escribe con la luz. Luz gris, azul, ambarina; roja dentro del latido de la imagen. Dice: mirame, no soy una pintura que reza en un cartel, no tocar; podrías, podés... Animate. De eso se trata, de atreverse con un impulso desfocalizado a retratar lo invisible. Como si estuviéramos ante el cuerpo deseado preguntándonos cómo será su piel desnuda. Algo nos remite a otro lugar. Así las fotos de Matías, huella física de una memoria sensual. Un suburbio llovido, gris, remitiría al desconsuelo o a la periferia de un mundo que ni siquiera una lente puede centrar. O el torso de una mujer, acaso recién levantada, o por acostarse. O lo eléctrico de un cable que no marca ningún itinerario. El dispositivo fotográfico echa mano de la calle para despertar los sentidos.
Cuando la cámara fotográfica aún no había invadido el mundo del consumo, los fotógrafos eran esos personajes que salían a las plazas para ofrecerse, para ofrecer eso que sus miradas liberaba como tercer ojo desbordante de toda vista. Encandilaba el encanto de las mujeres; reconfirmaba la marca, el orden de las filiaciones en los hombres. Sabemos, el fotógrafo- pornógrafo no es un fotógrafo social. Mezcla, se detiene, distrae con una intención auténticamente profanatoria. Cuando Benjamin hablaba del valor de exposición daba la idea de la exhibición delante del objetivo. No hay simulación, no hay complicidad, solamente un haberse dejado capturar por una práctica. No relata escenas; como si Matías Gibaut estuviera más interesado en el espectador- observador que en el objetivo. Y si digo observador podría decir cliente o paciente o demandante, intercalando en el perfil del sujeto esa acción de pedir por el deseo, pedirlo recibiendo, un pedido pacientemente activo. Como si disparar fuera ese acto político por el cual el que mira se convierte en testigo, parte indispensable en el proceso de des-producir figuraciones. Porque si la máquina productora genera imágenes hasta el avasallamiento, hasta lo insaciable de la adicción. Gibaut abandona el gesto invasor del mundo que lo rodea, descentra la imagen, la resuelve fuera de toda narración posible, fuera de toda captura. En el contrato, las imágenes no simulan el placer, se dejan ver sin la promesa de su uso convencional, genérico.
Elena Poniatowska se pregunta “¿Es posible que una foto le cambie a uno la vida?” La vida de quién, preguntaría yo, del retratado, del testigo o la del fotógrafo? Quizás la ninguno de los tres sea ya la misma. Como si Matías quisiera negar el crimen del shooting velando, haciendo invisible lo dado a ver. Como si el testigo no tuviese tribunal (no hay nada que juzgar, no hay juicios) y se quedara anonadado frente al retrato estirando su mano, queriendo tocar. Como si la imagen dijera, ahora no, todavía no; sólo cuando abra podrás tocarme. Y el transeúnte sigue caminando por una calle que irá cambiando, con recuerdos de una infancia que no le serán del todo propios; el coraje de vivir ese momento (la instantánea) frente a las economías ordenadoras del presente. Para Andrei Tarkovki la impresión del mundo del artista es inmediata, por mucho que se mueva por las grandes ideas del universo, dice, el artista no describe el mundo, el mundo es suyo.
Son de Matías las tres series y “sus colgadas”. Cada serie con tres fotografías; una de ellas, siempre en blanco y negro, las otras dos en color. Techos o cielos como textos de  literatura serbia donde los personajes deciden cambiar el color del techo del cuarto, y lo pintan de azul. Para pintarlo de azul deciden tirar abajo el techo y  el mismo cielo les sirve de azul cada día. Techos rojos, cielos grises, de pronto como una cámara rápida la imagen desciende en un primerísimo plano al piso y de nuevo asciende, y esta vez sube a la terraza. Una sábana roja en una terraza roja está tendida, tendida- colgada; y uno no sabe bien si se está secando limpia de ser lavada, o bien las manchas de sangre no han salido y se cuelga imposible de ser lavada.
Entonces el fotógrafo- pornógrafo nos dice: sí, es posible. Ojos atisbando una celosía escondidos para que su amante besara las rejas y las tabernas medio abiertas de noche …y el mar el mar carmesí a veces como fuego y las estupendas puestas de sol  sí y todas esas callejuelas raras y casas rosas y azules y amarillas y las rosaledas…y le atraje encima de mí…y el corazón le corría como loco y sí dije sí quiero sí.1 Sólo es cuestión de cruzar una zona. De dejarse llevar, de abandonarse a la imaginación.


Ana Arzoumanian



* Texto publicado en la edición 21 de The Argentimes.